jueves, 29 de enero de 2009

Dark to see (la neomoral del superhombre)

¡Pronto dejarás de estar sediento,
corazón abrasado!
Hay un presagio en el aire,
soplos me llegan de bocas desconocidas:
viene un gran frescor...
F. Nietzsche


En las mañanas de resaca el café en polvo caliente le duele en las paletas superiores. Pero ese fenómeno no es un efecto, sino más bien un presagio. Algo así como un prólogo brevísimo con el que el titular de una columna en un diario de tirada nacional alaba a un poeta novel para saldar un viejo empujón laboral.

No son las peores mañanas, pero después de leer a Murakami ha aprendido a no esperar de ellas el más remoto atisbo de comienzo. Así, el estruendo del grifo, el sexo solitario del viudo del C o las maderas más tostadas del pasillo se han constituido en fieles e insondables moldes sobre los que acertar a tientas el paso que se despliega sin origen.

El hombre tiene una gran capacidad para distraerse alegremente en el barrido de las ruinas que ocupa, aunque no sepa explicar su arquitectura. No es el resultado de ninguna ascendencia, sólo eterna afinidad expuesta que se media y destruye sin remedio.

J. cree firmemente que en los bamboleos lúcidos de la vuelta a casa transcurre lo más puro de la noche, aunque en su caso siempre tiene lugar ya de día y muy rara vez acompañado. En cambio, ese interminable esquivar cubos en serie, ese ciego orinar rotondas calvas… le fascina el sónar misterioso que en las más brutas intoxicaciones de la razón le devuelve al mismo felpudo que horas antes había descuadrado la urgencia continental de los hielos embolsados.

Mientras se templa el agua de la ducha busca unos calcetines limpios que hagan par sin pensar en las combinaciones policrómicas. Ya bajo el chorro deja abierta la puerta del baño para poder escuchar desde el plato caliente la acordeón de Tiersen en su cuarto. Llora con el violín solo de Sur le fil, que llega siempre cuando le toca extenderse el exfoliante, y piensa: «si no fuese por mis padres», o «cuantos días tardarían en encontrarme». Tal vez sea cierto que queremos, que nos quieren, pero toda relación humana –entendiendo lo sentimental como lo humano- culmina indefectiblemente en un ensayo de organización científica del caos. Disfrutamos de una absoluta discrecionalidad para elegir el cuantum longitudinal entre los barrotes, su color, su materia, incluso el punto de fuga de su posición, pero en última instancia el hombre cemental se acomoda en el interior de la jaula, como el tuétano informe a su soporte óseo, y, eso sí, aúlla de muerte abrazado a los barrotes si es advertido acerca de su encierro.

Cuando, después de un tumor intestinal que le había hecho vomitar todos sus excrementos, murió su abuela, su padre se lo comunicó sin rodeos. Hijo, la abuelita ya se ha muerto- dijo, irrumpiendo en la habitación a las tres de la madrugada de un martes de septiembre en el que, oficialmente y para ellos, empezaba el otoño.
Después de abrazarse con su padre quiso llorar, pero no pudo, así que fue a encender un cigarro. Buscando sin éxito un mechero en los cajones recordó que no fumaba. El dolor por una pérdida ordinal tiene algo de premonición histórica, de suerte que puede decirse que la desaparición de los mayores es el hecho social por antonomasia.
- Si muere tu padre, tu hermano o tu pareja, algo se interrumpe; pero si muere tu abuela algo se acaba- pensaba J. frotándose violentamente los ojos mientras doblaba el límite máximo de velocidad de la autovía, camino del hospital, a pesar de que ya nadie le esperaba.
En la recepción preguntó por Doña Josefa Sarasúa, y sintió que lo hacía por una persona que no era su abuela Pepi. Su confusión nominal se acentuó al verla, ya amortajada, echada sobre una cama hecha mucho más grande que su cuerpo. Al asomarse a la escena comprobó aliviado cómo, junto a los desaparecidos pliegues y gestos de las sábanas, también se habían ido los de su cara, de suerte que en aquella primera madrugada de otoño la helada frente de la que se despidió con un beso no era ya la de su abuela Pepi. Ella que tanto movía y volteaba la dentadura postiza en la boca para rabiar a sus nietos, tenía ahora los labios pegados con silicona en un gesto forzado e impropio de su humor; jamás se hubiera peinado como lo hicieron los amortajadores, ni hubiera unido sus gnósticas manos adornadas de vitíligo sobre el pecho en un signo místico de sometimiento como el que con buena fe le habían provocado. Así que J. no derramó una sola lágrima, porque era incapaz de actualizar cualquier recuerdo en aquel envoltorio maquetado.

Cuando llegaron los empleados de la funeraria para llevarse el cuerpo al tanatorio, J. se quedó con su padre en la habitación recogiendo los efectos personales de su abuela. De pronto cayó en la cuenta de que, con el sobresalto, todavía no había podido ir al baño, y empezaba a sentir unos finos pinchazos en la parte baja de la vejiga que le recordaban a su último cólico nefrítico.
- Voy a mear- avisó.
- Recoge el neceser de la abuela, hijo- le recordó su padre.

Al levantar la vista en busca de una pastilla de jabón con la que lavarse las manos descubrió, sobre la repisa derecha del lavabo, un vaso a medio llenar de agua vieja en el que reposaban los dientes de su abuela.
Y sonrió.
Y lloró.


Con la toalla atada en la cintura J. se asoma al balcón para ver si Ofelia ha volcado o no el cuenco con el agua, y rescata el móvil del bolsillo interior de la americana para auditar las altas de la noche.
Los números están pegajosos y una bruma sucia vela la pantalla; sólo caben dos posibilidades igualmente funestas. Alguna fulana, igualmente etílica, no se apercibió de su toxicidad; o, y lo que es peor, zigzagueó insaciable la barra de varios bares para acabar llamando a Paula en el camino de regreso al agujero.
J. tiene por costumbre invitar a sus altas –a las que no le dieron bailadas las dos últimas cifras de su número- a un café aburridísimo cuarenta y ocho horas después del encuentro, aunque apenas logre actualizar sus caras. En cambio, las llamadas intempestivas a su novia del instituto le reportan un sentimiento profundo, que le hace olvidarse de su estado etílico e hilvanar frases, dolientes cosas bellas, con sensualidad de telefonista bonaerense.
Es lo que ocurre cuando la ruptura con el primer amor no ha sido objetivamente trágica, cuando sólo el hastío de los años puede con el instinto de actualización. Cuando te abrazas para despedirte y te deseas suerte o sueltas un «te quiero», o un «sigo ahí». Es, por mucho, lo peor que le puede suceder a un esteta, porque es cierto y porque no lo es; porque despedirse de lo que se ha amado con la promesa de la permanencia vulnera el principio de no contradicción. El hombre sólo está en lo que desea, pero sólo es en lo que le hace sufrir. La falda cuadrada del uniforme de Paula fue el tótem de J. en el asiento del copiloto, hasta que el ritual de las cinco de la tarde de los viernes acabó por institucionalizarse. Y entonces ambos, ocupados en el amor, olvidaron su origen para siempre.

Ahora Paula consuela paciente los allanamientos nocturnos de J. porque sabe que no tienen ningún fin constructivo; que es sólo J., igual de perdido que siempre, tocando el timbre que más veces tocó en un tiempo en el que tras la frágil voz se abría una puerta, y unos muslos familiares entre las sábanas.

La evolución del hombre racional se cifra en su dominio sobre la repetición, y su recuerdo es el único avance posible, porque constituye el último regreso consciente a lo que puramente nunca fue.


Sobre la grava que lleva hasta la entrada de la facultad se extiende la saliva de la noche. Ese cristal de enero que resbala y se desmiembra con el temblor de los primeros pasos.
J. descubrió temprano sus poderes, cuando en el jardín de infancia lloraba desesperado al contemplar la imperfección manifiesta de sus dibujos familiares ‘terminados’. Aquéllas formas violentamente quietas que levitaban en posturas imposibles estaban tan lejos (o no) de todo lo que conocía. Una inepta profesora advertía entusiasmada el accidente alopécico de su padre, y el psicopedagogo del centro había transmitido al matrimonio Ollero que el niño llegaría muy lejos, porque en sus pinturas el volumen de los pájaros era desproporcionadamente grande con respecto al de las figuras humanas, lo cual reflejaba, a su entender, las ansias de elevación del futurible. Pobres. En efecto, la falsa sorpresa, aun motivada en una prescripción laboral, es un signo irrefutable de ineptitud. A nadie en sus sanas capacidades debería afectarle positivamente la experiencia de lo feo, y la evitación de tal fingimiento lograría, seguro, un descenso del narcisismo infantil. Por su parte, el viejo evaluador mental, probablemente, no conocía a J. demasiado. No sabía que para él nunca existiría una diferencia espacio-temporal entre la aspiración y su materialización, de suerte que el deseo, la inquietud, sería durante el resto de su vida, un delito de peligro que se colma con la mera descripción del tipo, ajena e independientemente de su efecto.
Los pájaros eran más grandes que los hombres porque estaban más cerca; porque J. era también un pájaro y, en la vida, la graduación sensorial es una cuestión de perspectiva, incluso para los más jóvenes.

Salvando el pavimento amaneciente, decía, J. sufrió un acceso místico. Al concentrar la mirada en que sus torpes pasos fueran ciertos, comprobó con horror cómo, atrapadas en el hielo, yacían una, dos; tres, cuatro… cinco, seis-siete, ocho, nueve lombrices, en apenas dos metros cuadrados. Del fucsia al roble, pasando por una gama de granates, podía presumirse el orden de sus muertes en función de la tonalidad decreciente de sus cuerpos todavía hinchados. Pero todas murieron por la noche, con la helada, patéticas, cuando se creyeron más seguras, y el hielo refulgía los rosas quietos de la carne sobre el negro habitual de la vía.
J. sabía que la muerte no era algo distinto de la vida, pero enfrente de aquella escena pudo sentir cómo el espacio entre el esternón y la columna se estrechaba de forma asfixiante, como si un eventual herrador de vida no quisiera que olvidara que el hombre es el único ser vivo capaz de sufrir por lo que no es.

Con los repliques lejanos de la campana de la catedral se sobresaltó y corrió entregado para llegar a clase de Lógica II antes de que el profesor pasara lista.


En el evangelio de Santo Tomás un Jesús adolescente asesina a dos niños antes de comprender y controlar su poder. A este hecho, cuenta, siguieron otras resurrecciones; la de su compañero de juegos, Zenón, muerto tras caer de un tejado, o la de un joven leñador que había hendido su hacha en la planta del pie y había perdido toda su sangre, entre otros. El resto, es por todos conocido: el cristianismo se escindía de un judaísmo atónito para alzarse en moral política y social de Occidente siglos más tarde. Pero, ¿qué es de aquél infeliz a quien el hijo de Dios mandó secarse?
- «He aquí que ahora te secarás como un árbol, y no tendrás ni raíz, ni hojas, ni fruto»- condenó un Jesús colérico al vástago de su delator.
Pagó la intromisión de su padre, quien había acusado a Jesús de no respetar el sábado tras sorprenderle en el vado de un arroyo dando forma con barro a unos gorriones a los que después hizo volar. Los filósofos han hablado de Abraham, de Odiseo, de Sísifo, de Don Juan o del judío errante, pero el hijo sin nombre de Anás es, seguramente, el ser humano más miserable de la historia conocida, o al menos eso pensaba J. Nadie se acuerda de él, ningún evangelista ha rescatado su nombre más que indirectamente ni ha aclarado qué fue de los muertos por el hijo de Dios.
Algunos evangelistas gnósticos aseguran que Jesús nunca fue crucificado, sino que en su último desfile aprovechó la ayuda de Simón para intercambiar con él su cuerpo. Así, cuentan cómo Simón fue crucificado en el cuerpo del Cristo, mientras el hijo de Dios se reía y burlaba del hombre que pretendía asesinarle, para disgusto de Nietzsche.

La insatisfacción que ha generado la urbanidad de las últimas décadas tiene mucho que ver con el tratamiento social de la luz. Y es que, si esta se ha erigido en guía para el buscador, en la unidad comercial de las aglomeraciones las luces calzan un formato espeso de liminalidad insoslayable. Ya no indican ni ofrecen; conminan a una elección reglada bajo amenazas de mortalidad social. Pero J. se maneja con soltura en este espacio. Sabe que el hombre ha jugado a conquistarse desde que el resto de los animales optaron por guardar silencio, y que, incluso en la guerra, los más honorables guerreros respetaban la oscuridad del sueño –todos menos Napoleón, como es sabido-. No por miedo a la invalidez técnica del choque, sino porque cada nueva luz es una oferta, una alternativa al no-ser para nadie, y la noche, en cambio, es un espacio propicio únicamente para la reflexión autárquica.
Después de todo, quién puede rescatar la fe de un soldado a quien ya no ciega el brillo de su espada.


Se ha especulado largamente en torno a la naturaleza de la acción, y aún se mantienen posturas doctrinales antagónicas sobre su determinismo o su dañosidad real. J. desconoce si la acción es fenoménica o un a priori, pero, por si acaso, siempre compra el tabaco en el estanco; desconfía de las expendedoras que le agradecen la compra en letras móviles color lencería atrevida.
- Sólo existen el deseo y el dolor- abre la veda, y se ayuda de un sorbo de martini con vodka para inspirarse en alguna contrarréplica.
- Eso es insano, una estupidez- David. Nadie puede ser un esteta por siempre.
Verdaderamente, la vida es una insanidad que dicta. Pero eso David todavía no lo sabe, porque en su agonía es un sufrido asceta.
- Ah, ya lo decía Panero: hacen falta una paloma y una cuerda para morir ahorcado a una paloma- sentenció J., y ambos rieron y bebieron consolados por un malditismo entrañable, a pesar de que J. concebía a Panero, desde el cariño, como un producto de la negación hegeliana, más que como un profeta iluminado.
Cuando David pedía su segundo cubata dos chicas asiáticas entraron en el bar y fueron a sentarse en una mesa para dos, junto a la que ocupaban J. y David. La caterva del bar, con ellos, se giró para imaginarlas desnudas; es lo propio de una cervecería inmunda a las dos menos cuarto de un lunes de enero.
- Dale, wey. Platiquemos…- hablaba con dificultad el Negrita desde la lengua de David, de pronto más voluminosa que su boca.
J. recordó a Kant y sus dualidades irresueltas, pero no concibió aquel como un momento propicio para superarlas.
- ¿De dónde sois? -una escatología etnológica es el perfecto telonero del sexo seguro a primera vista.
- Taiwan- contestó al instante la falsa pelirroja.
El resto de la no-conversación no merece ser reproducida ahora. Ellas no paraban de mirarse y reír, y lo hacían de forma ruidosa. Como si ningún otro nativo se hubiera dirigido todavía a ellas. A J. se le estaba secando la boca y sus ojos ahumados brillaban torcidos, esforzándose en una comunicación obtusa. Cuando sintió el primer ardor en el esófago, las chicas se volvieron imperfectas. Podía adivinar en el trasluz de los focos el finísimo bigote de la menos guapa. Pero ya era demasiado tarde, y ahora necesitaba urgentemente ser rescatado de aquel cruel mecanismo. Sintió una extraña y culposa cercanía respecto del eurocentrismo de los antropólogos fundacionales del XIX, y pensó que todos los hombres del bar se estarían riendo de la escena. Llegó incluso a procurar motivarse una arcada que le sirviera de excusa para marcharse.
Al rato David propuso abandonar el local y, con la latina amabilidad que los españoles perdimos durante el colonialismo, nos despidió de las chicas, agradeciéndoles su atención. ¿Qué atención?

Hay asientos reservados en la ópera y plazas de aparcamiento en la calzada para las víctimas visibles de una catástrofe, pero no hay premio para los sinvergüenzas, que han de criar con mimo y ensayo la energía grácil de los mentirosos.

Parándose a pensar cayó en la cuenta de que en sus últimas citas con Silvia no se había esforzado en conquistarla; de que ese soy o quiero ser son una pueril tentativa de regreso, un experimento de deconstrucción derridaiana. Y de que la depresión del novio parado de su hermana o el divorcio desigual de sus padres eran una circularidad tan irrelevante como necesaria para continuar con sus encuentros. Todo eso era lo que hacía que, cuento a cuento, siguieran sorbiendo sus cafés por turnos, y que el aire agotado de la calle les consolara vagamente al salir del bar, como volviendo a inflarles a suspiros.
Las mujeres padecen un impulso estéril por conquistar a hombres que no saben gobernarse y el caos resultante es netamente humano. Así, a base de naufragios, J. había perdido la absurda vanidad de los que se besan en las calles, pero no podía evitar observaros, y el arado sin barbecho de tantísimos encuentros botaba en su cara cascos violeta sin mástil cuando arriaba los ojos sembrados.

Hoy J. dormirá tan solo como siempre porque, superado el causalismo teológico, la felicidad carece de yo, y nadie va a arrebatarle el poder de acostarse sorbiendo su dulcísima desdicha.


Empezó practicando el amor en los asientos traseros del coche, hasta que descubrió que el sexo se agotaba en el trayecto excitado hasta el descampado. La excreción mecánica que sigue le frustró desde la vez primera, como ya le había ocurrido en otros campos. Y es que el tacto consumado es la más cruel coerción de la libertad imaginativa. Mientras levantaba el freno de mano y vencía los asientos delanteros para crear ambiente, ellas colgaban sus prendas más superficiales de las agarraderas encima de las ventanas por si algún mirón salía a pasear al perro. Durante los cuatro minutos que les llevaba aquel embuste, J. sentía que preparaba el escenario para un concierto privado de Silvio. Pensaba «¿de qué color serán sus bragas?», o «espero que se quite los calcetines». Después, los hechos seguían el mismo esquema en el que instruye la burocratización pornográfica, y, aunque estaban muy lejos de la excitación que suscitaban sus preparativos, J. seguía provocando esa clase de encuentros siempre que podía y al terminar sólo sentía un hambre cansada.

Escoger voluntariamente la soledad cuando no hay más remedio que estar solo implica practicar el humor como única expectativa vital. De ahí que a J. le costara tantísimo identificar el contenido de injusto en delitos como la falsedad o la estafa, y, por ende, el encubrimiento o la receptación.
Él siempre había guardado un silencio caballeresco en torno a sus conquistas; no por pudor o por respeto a su persona, sino porque la esencia accidental del sufrimiento había sido su único encumbramiento estable, hasta el punto de que ya no le informaba individualmente más que a modo de un inevitable regreso en cuya aceleración no tenía que esforzarse. Después de todo, es sabido que la destrucción de la vida no es más que una protesta amorosa a su favor; la reivindicación decepcionada de quien la intuyó más allá de sus vulgares pliegues.
Los pensadores de la razón construyeron edificios ordinales de azoteas absolutas desde las que los dioses escupen divertidos a los hombres paralíticos del suelo. Desde entonces, los mal llamados locos han decidido esperar tumbados a morir ahogados cuando se llenen los charcos.

Como Zaratustra, J. bebió la sangre de la serpiente sin asfixiarse con su cráneo, y ahora, al reírse, puede sentir en la garganta el placentero cosquilleo de la lengua bífida que se agota. Pero, ¿cómo explicar a los hombres su misión? El dolor del mundo es un bien comunal de acceso personalísimo, y no puede ser retransmitido en códigos racionales. De lo contrario, el patético equilibrio que nos mantiene cedería como una justicia práctica. Así, el hombre que intuye el dolor del mundo debe cargar sanamente con el peso distribuido en ambas manos, de suerte que si intentara liberarse del paquete de una de ellas ofreciéndoselo a otro hombre, ambos se atendrían a la eterna escoliosis del arrastre salvífico del origen.

La pretensión de dominio sobre el acto ha hecho que el superhombre se olvide el aliento en la guantera de una ambulancia nocturna.


Siempre supo, a simple vista, si quería o no besar a una mujer, pero ello rara vez había evitado, en caso afirmativo, el fatuo trámite de las preguntas previas. Preguntas que hurgaban intereses paralelos a la ansiosa reciprocidad de las miradas; preguntas reglamentariamente referidas a agentes extraños a la escena.

Cuando algún familiar o amigo adivinaba su tristeza y se lo hacía saber, él le llevaba muchos llantos de ventaja.
- Temor y temblor –se repetía irónico. Desde que había optado por una vida estética sólo Kierkegaard y sus lectores podían entender la mortalidad de su desesperación. Sólo a partir de ella aprendió que en eso del amor hay más de inventiva que de reconocimiento, y entonces se propuso, con la convicción de a quien le estorban los excesos navideños, dejar de pertenecer a toda esa gente que parece hacer cosas útiles desde un vitalismo pragmático asentido, para perder sus días sintiendo. Y digo perder no porque la autarquía sentimental implicara filosóficamente un fracaso humano ab initio, que también, sino porque el conflicto interno en torno a la intersubjetividad amorosa le asaltaba con incontestables preguntas de individuación.
- Qué somos… –se decía. Pero jamás le formularía a ella una pregunta a la que él mismo no sabía responder.


A media mañana recibió un mensaje de Silvia:
“Bichiiin! Toy askeadta d studiar. 1kfe?? Muaaa”
Sí, con tres aes y un referente en diminutivo que seguramente había dedicado antes a otros más altos, más guapos y más rubios que él.

“It´s getting dark, to dark to see…” –versionaba Clapton en la 91.5.

J. arrancó un post-it amarillo del taco y lo pegó en la portada del “Temor y temblor” de su mesilla. Liberó a un bic rojo de su capucha mordida y escribió, sin presionar para no marcar el libro:
- Te equivocas, Kierkegaard. El amor es, pero no existe.

Esperó varios minutos antes de contestar al mensaje y, con la amarga continencia de un amante de Chejov, reenvió un escueto “Im sorry oy no puedo.1bso”, a pesar de que se enfrentaba a un largo día de ausencia, y de que ella le importaba hasta el punto de que con gusto se hubiera arriesgado a repetir el amortizado y doliente ritual de reinventarse en algún otro capaz de amarla y custodiarla sin dobleces.

sábado, 10 de enero de 2009

El arte de la sospecha

Durante siglos se ha otorgado a la razón la categoría de esencia de lo humano y las pasiones han sido degradadas a obstáculos del conocimiento. Sin embargo, los conceptos, las categorías y estructuras que nos han servido para clasificar el conocer han resultado ser estrechos filtros a través de los cuales la esencia de la percepción primaria se desgarra a jirones.

En este contexto, el arte, también aprisionado por un proceso y una forma impuestos por la razón, tiene ahora el deber de liberarse para devolverse a la esencia. Porque la razón es una mortalidad física, y las pasiones son la única infinitud en la que participa el hombre.
Dicho esto, me sirvo del breviario que sigue, al que he titulado Ejercicios de irracionalismo, para presentarme ante vosotros, con el fin de avivar el fuego del encuentro artístico y filosófico.
Poesía, pintura, filosofía, escultura, antropología, sociología... próximamente, todas ellas tendrán cabida en este espacio, en el que publicaré artículos, pensamientos y demás obras de humanismo en las que podréis participar a través del comentario, o bien enviándome vuestras sugerencias o trabajos para su publicación y reseña.
Mediante este escrito me comprometo a reseñar personalmente los trabajos escogidos de entre los recibidos.
¡Que comience el juego!


Ejercicios de irracionalismo

1.
El dolor del mundo está igualmente repartido entre los hombres, que sólo a través de las pasiones pueden acceder a él. Y dado que el mundo es implacable sufrimiento del que todos los hombres participan y en el que se acompañan, no hay mayor conocimiento que su asimilación. Tomar conciencia del dolor es conocer la esencia del mundo desde la irracionalidad de las pasiones.

1 (b).
Me aterra quedarme conmigo. Más que nunca en la noche, cuando todo está tan claro.

2.
Podía sentir las suaves escamas deslizándose en el cielo de su boca, y un aborto de arcada en la flecha del vientre que le impedía respirar con normalidad. La universidad más cara del Estado y una familia unida y atenta no pueden ahuyentar del sueño abierto al dolor que se arrastra entre las suelas para enrollarse en los tobillos de los hombres que se detienen para pensar el mundo.
Al despertar, el horror que ofrecían sus pupilas decidió por el cerrar la boca, abarrotada de mundo y sangre helada.

3.
La noche de fin de año se tragó una por una las pastillas de su abuela con una media copa de Moet Chandon, y se sentó a esperar la armonía del regreso mirando la retransmisión de una gala benéfica por la navidad de los niños congoleños. Cuando el presentador anunciaba sonriente las cifras de la recaudación, comenzó a arderle la garganta y, tras un rotundo carraspeo, trató de incorporarse entre sudores para acabar cayendo fulminado contra una alfombra beige de Zara Home.
Un mes antes le habían detectado a su abuela un tumor en el intestino que le dificultaba la defecación. Su avanzada edad hacía inviable una intervención quirúrgica de extracción, así que los médicos habían optado por recetarle unos potentes laxantes que debía tomar religiosamente junto con el resto de sus pastillas, antes y después de cada comida.
Cuando los asistentes sanitarios lo encontraron, yacía inconsciente entre sus heces, y no fue difícil reanimarle. El hombre que recogió una muestra de los excrementos para su análisis recuperó intactas las pastillas de la abuela; todas menos los seis comprimidos de laxante, que habían sido los primeros en disolverse.

4.
Un solo hombre no es capaz de engullir el dolor del mundo, ni es hombre si lo escupe y corre. La única salida es el silencio; el de la boca ocupada que para siempre rumia y que no puede sino observar incólume el agitarse inhábil de los restos en el suelo que habrán de esquivar todos.

5.
El que bebe la sangre de la serpiente y no muere asfixiado por su cráneo, puede sentir en la garganta el placentero cosquilleo de una lengua bífida que se agota.

6.
El tiempo de la pasión es el presente, y su recuerdo no es pasión, sino archivo de pasión, al que volvemos por analogía gracias a una razón insuficiente. La pasión es pura esencia que se agota en su percepción. Por eso es la más cierta fuente de conocimiento que el hombre puede encumbrar en vida. A través de la pasión el hombre es devuelto a un origen que no puede ni debe comprender, sino sólo intuir.


6 (b).
El hombre que habita en las sombras puede ver caer el tiempo sobre los cuerpos desde la luz que los informa y envenena.

7.
El instante, que es lo que dura la percepción pasional de la esencia, es acaso una medida de tiempo sobre cuya duración no existe consenso, pero que basta para salvar o condenar una vida. Ello se debe, precisamente, a que el instante no pertenece al tiempo, sino a la eternidad.

8.
No conozco la orquídea por ser plantae, magnoliophyta, liliopsida, asparagales, orchidaceae, sino porque alguna vez la he tocado, olido u observado; o puede -y este será el conocimiento más hondo que pueda tener sobre ella- porque alguien, en alguna ocasión, me haya obsequiado una. La razón es una involución de la intuición que sirve para ejercer dominio sobre las representaciones, pero a la que se resiste la esencia. De ahí que la esencia resulte inexplicable desde la expresión racional de una lengua. Todas las cosas que pertenecen al mundo son el significado que les otorga el hombre sensible que las accede.

8 (b).
Grita miedo al oído de un hombre, y reculará al instante, temeroso; grita amor, y te llamará invertido. Tal es el poder de la palabra. Tal es el absurdo de la vida humana.
8 (c).
Gastamos 100 en productos antienvejecimiento y 200 en relojes sumergibles; porque, ante todo, somos animales racionales.
9.
Si miramos a nuestro interior, nos encontramos con seres; no que conocen, sino que reconocen. Porque el todo está ya en el hombre, del que éste es sólo un padrastro; mas un padrastro al que se le ha ofrecido un mundo de fenómenos como medio insoslayable para el regreso.

10.
El hombre que ha adquirido conciencia del dolor del mundo, ha logrado superar la causalidad. Del espacio escapará a través del otro. Y al tiempo… ah, al tiempo humano burla únicamente el escalofrío de la intuición pura.

11.
La esencia puede sólo sentirse, intuirse y nunca comprenderse. Porque no cabe recordar su percepción, y ese recordar ordenado que basta al hombre moderno para creer que conoce no es más que una actualización racional de la representación que se aleja cada vez más de la esencia.

12.
Si en el hombre que ha vivido concurrieran por un segundo todos los accesos esenciales que ha experimentado su intuición sensible, moriría explosionado por una sobredosis de infinito, como un buzo que asciende a su principio y contiene el aliento en el trayecto.

12 (b).
El acceso al dolor es individual, y la conciencia sobre él es absoluta. De esta paradoja cabe concluir que la experiencia personalizada del dolor es innecesaria para su encumbramiento, para sentir en un solo hombre el dolor del mundo.

12 (c).
Si un yo puede sentir en sí el sufrimiento del mundo sin que éste emane de su conocimiento experiencial, entonces cabe concluir que el sufrimiento, esa intuición universal del accidente, es el camino por el que la vida se devuelve a su impulso originario.




13.
El hombre que se empeña en prolongar su vida sin sentido al tiempo que se consuela prometiéndose una segunda infinita, no ha comprendido que el aliento del hombre es un deber que aspira a su extinción.

14.
Todo lo que tiene nombre existe, porque el hombre lo ha pensado. Y sólo sabe pensar lo que siente.

14 (b).
Una pieza de Tiersen, luz de lluvia, un ocho tumbado en la arena mojada trazado por los pies descalzos de un cielo, la hierba y su crujir de brazos lentos o un muslo de nube intacta que se abruma… El único consuelo del hombre consiste en aprender a enamorarse de lo que dura tanto como su lucidez.

15.
Si todo lo que no está vivo es impulso insaciable de vida, entonces la vida es un accidente cuyo único fin es la extinción. Enmendar la vida es devolverla al impulso que es principio y fin de nada más que de de sí y su eterno desbordarse.

15 (b).
La tendencia a la conservación de la materia es un fallo del impulso de vida, que es impulso de muerte y destrucción.

16.
La vida, aún sin sentido, es amable, pues siendo un error del impulso de vida, constituye una superación del origen, un descarrilamiento del mecanismo. Así, la vida es a un tiempo error y superación del impulso de vida, y al hombre consciente de ello le queda sólo el dolor y la angustia de intuirse un fallo incomprensible del caos al que debe someterse.

17.
El hombre es un descuido que el impulso de vida se permite, igual que el intestino deja escapar el gas que le sobra y no puede destruirle.

18.
Cada jueves, a media mañana, compra en el quiosco una participación de lotería y en el camino de vuelta a casa imagina qué haría si le tocase el premio. Cuando las puertas del ascensor se separan dobla y trocea el billete y, agachado en una risa muda, lo deja caer por la ranura que separa el piso de la caja para escuchar el vuelo fragmentado de los papeles contra las paredes que se precipitan. Desea y ama desear, y es un hombre feliz, porque no ama ni desea nada que pueda estar destinado a ser mundo, y, por ende, a dejar de ser amado y deseado.

18 (b).
El deseo y el dolor son las únicas cosas amables por el hombre que ha intuido la originalidad del impulso, precisamente porque dicha intuición convierte deseo y dolor en una misma cosa.

19.
El temor a la muerte lo han infundado aquéllos que no entendieron que el libre albedrío no puede ser otra cosa que el ciego manifestarse del impulso en sus fallos humanos. No existe la libertad humana que no es impulso inconsciente de vida. Así, aquel que teme perder su capacidad individual de elección, teme curar la soberbia de una razón que entretiene la tendencia al regreso.



19(b).
El hombre racional es un gemólogo obcecado que ocupa una vida ordenando piedras preciosas para acabar enterrado en tierra y agua.

19 (c).
Cada noche, al llegar a casa, cubría el perchero del vestíbulo con una sábana roída y se acomodaba en el sofá mirándola de reojo. Un día invitó a cenar a un compañero de trabajo y repitió con él la escena. Cuando le despidió y fue a retirar la sábana le pareció que los bajos bailaban, y decidió dejarla hasta que amaneciera. Pasó la noche cubierto hasta las cejas y por la mañana, nada más despertarse, dobló la sábana y la escondió muy hondo en el cajón más ocupado del trastero. Naturalmente, no volvió a colocar sábana alguna sobre el perchero, ni colgó más el abrigo de sus brazos, porque la razón, a la que debía obediencia, le había dictado un miedo demostrable.

19 (d).
El impulso nos mece en una razón acolchada para recuperarnos en el sueño.

20.
La emoción creadora es una subrogación fugaz de la vida en el impulso de vivir.

20 (b).
La euforia ética y la liminalidad artística son las únicas vías de anormalización del hombre.

20 (c).
El hombre no puede sostener la pasión en el tiempo, y recula confuso ante su expresión absoluta.